No hay sendero, por iluminado y florido, que soporte el peso de la perspectiva culposa.
Las ramas de los árboles se tornan en látigos que, zarandeados por una ventisca imaginaria, arrancan la piel del prisionero de su propia miseria; la hierba lozana desprende un hedor putrefacto que agita su garganta y la conduce a la náusea; por los bellos riachuelos de agua límpida y pura corre un líquido alquitranado que amenaza con anquilosar todo lo que toca; en las lindes decoradas de amapolas ahora hay rejas que sumadas en un bloque se alimentan de la luz y del suelo en que han echado sus raíces sobre el cieno; y allá en el horizonte no hay un sol, una luna, ni una estrella, sino la negrura de quien mira y se está quedando ciego.
¿Cómo se supera tan terrible situación?
Es mi deber explicar cómo se abandona una perspectiva tan dañina, tan nociva para el espíritu, que solamente anhela despertar su lucidez en un mundo que requiere compañía y alineación. Toda esa farsa neblinosa ha de ser erradicada con una Voluntad inquebrantable, pero la miel de la esperanza no satisface todo requisito, pues es precisa una fe ulterior a todo acontecimiento. El desprendimiento del mundo no deja de afectar al ente volitivo, no le impide desmembrarse y despeñar sus extremidades, incluso aquellas más preciadas, hacia un abismo oscuro y desolado, pues es allí en las profundidades donde debe serenarse y recuperar aquello que ha perdido en el gran desmoronamiento.
Lo que ve es visto, lo que siente es sentido, lo que vive es vivido.
El mundo es en él y él en el mundo.
El prisionero debe romperse para triturar los muros ilusorios de su cárcel.
Es un viaje que ha de emprender en soledad absoluta.
En el silencio gravoso podrá resistir hasta que un canto lejano por fin actúe de faro confiable.
Y aquella música será tocada por un estómago vacío y un alma henchida de ambición.
Y ese estómago será el principio sanador.
Y esta alma, vida floreciente en plena resurrección.
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