lunes, 31 de agosto de 2015

Resurgimiento.

En mis entrañas agoniza
un tumulto hueco y huidizo,
una losa muerta y maciza,
recubierta de un áureo vestido
que se convierte en ceniza.

Pues un sol dorado y pálido,
se presentó en la alborada
y con sus ojos risueños
me bañó de agua templada.

Extendióse la riada
y con ella, su fragancia:
olor a mujer sin dueño,
perfume que me embriagaba.

Y es que cómo explicarte,
pequeño animal del bosque,
que cesé de buscar el norte
al conocer tu existencia.

Y es que cómo explicarte
lo que no puedo pensar.
Lo que sólo el besarte
es capaz de expresar.

Mas aún no hallo maneras
de lidiar con mis palabras,
a veces parecen sabias,
pero tú me las fulminas

con el roce de tus senos,
con el calor de tu abdomen,
con tu cuello decorado
con estigmas de mis dientes.

Pero, ¿Qué importa la duda?
Si la nada nos aguarda,
si tal agua perfumada
nos arrebata las almas.

Pero, ¿Qué somos entonces?
Unos hablan de estaciones,
otros de vientos pasajeros
y de límites impuestos.

Mas nosotros, polvo a polvo,
somos aquél riachuelo
donde el vacío se aloja
y se despoja del suelo.



jueves, 6 de agosto de 2015

Somos universo.

En la etapa estival, cuando la noche cae sobre las tierras y el hombre enciende sus candiles, el firmamento se puede observar como en ningún otro momento del año. Las estrellas se aparecen cuanto más oscuro sea el lugar en el que te encuentres, y la luz que éstas irradian es capaz de acariciar tus mejillas, como si realmente no estuvieran a una distancia que se escapa a nuestro entendimiento. Pareciera que el calor que emerge de ellas fuera a atravesar todas las distancias posibles para terminar finalmente reposando sobre tu ahora cálido pecho. Es increíble ver cómo mientras el viento mueve las hojas de los árboles, las bajas hierbas, la arena y las piedras del camino, las alas de las aves; se hallan ahí arriba infinidad de puntos brillantes que parecen observarnos, como si para ellas sólo fuéramos un espectáculo en miniatura, un ínfimo teatro que sólo sirve a su propia jactancia. Es excelso que mientras olemos la tierra, el humo que abruma el cielo, la hierba seca y el viento fresco; las estrellas continúen ahí, en la lejanía, aparentemente inmóviles.
Y es que sólo nos persuadimos de la inmensidad de lo que existe ahí fuera cuando dejamos de prestarle atención a todo aquello que hallamos en la tierra, cuando al fin nos perdemos en la noche para encontrar ese mundo extraño respecto del que nosotros concebimos como nuestro, ese mundo al que llamamos Sistema Solar, Vía Láctea, Universo... Cuyas magnitudes, tan diversas entre sí, nos parecen a nosotros, pequeñas criaturas pensantes, una absoluta vastedad en comparación con lo que de ordinario percibimos.

Pero este sentimiento que dimana de la analogía entre nuestra existencia y la de todo lo demás, puede trasladarse hasta el último y más profundo extremo de nuestra visión limitada de las cosas, y un buen ejemplo de ello es la concepción que generalmente se tiene respecto al individuo. Si trasladáramos el juicio que dedicamos al universo mientras lo observamos, al ámbito del individuo frente al colectivo, contemplaríamos de nuevo ese sentimiento en parte angustioso que recorre nuestro estómago y pecho, esa sensación de inferioridad respecto a la inmensidad que tenemos justo en frente de nosotros.
El individuo en oposición a la sociedad, la última frontera, el último muro que me separa a mí y a mi conciencia de pertenecer a la masa difusa que tan cerca vislumbro.
Siempre que sentimos esto, emerge de nuestro fuero interno la siguiente pregunta: Si todo a mi alrededor es tan gigantesco, ¿Qué soy yo? ¿Qué trascendencia puedo tener en un mundo tan increíblemente vasto?
Y es que nos empecinamos en establecer fronteras y limitaciones donde realmente, no las hay.
Alzamos nuestra mirada al cielo y exclamamos: ¡Cuánta grandeza! ¡Es infinito! Y ni siquiera nos persuadimos de que precisamente si somos capaces de percibirlo, es porque formamos parte de él, pues las magnitudes no importan cuando todo lo que conocemos acerca del universo es que éste se basa en interacciones, y toda interacción precisa de dos o varios elementos para darse, cosa que nos revela que somos uno de tantos elementos que son albergados por la totalidad.
Solemos dividirnos, medirnos, analizarnos, escindirnos del todo al que nos negamos a pertenecer, y sin embargo no podemos hacer nada por escapar de las garras de la totalidad. Creemos ser capaces de emanciparnos del mundo entero, y es precisamente por ello por lo que hablamos de vastedad, de inmensidad, de magnitudes enormes que no alcanzamos a comprender, sin embargo esto es absurdo, pues nosotros mismos pertenecemos a tales vastedades, nosotros somos esas inmensidades, las conformamos, y ellas, sin nosotros, jamás podrían ser las mismas.

Es paradójico que al observar las estrellas nos parezcan pequeños y nacarados puntos que irradian luz. Tal visión se asemeja a la idea de un espejo que nos refleja a nosotros mismos; individuos, unidades, pequeños seres en comparación con la masa humana que se hospeda en la tierra. ¿Pero es verdaderamente esto así? Por supuesto que no, pues ¿Qué serían las estrellas si nada fuera capaz de apreciar su luz? ¿Qué sería de los individuos si el colectivo no los reconociera como tal?
Es hora de persuadirnos de una vez de la relevancia que ostenta nuestra existencia, es hora de que tengamos en cuenta la importancia del ser, pues nada seríamos si no conformáramos el universo, y nada sería el universo si nosotros no lo conformáramos. No existen fronteras, dejemos de una vez de erigir muros invisibles, barreras ilusorias que nos hacen creer que somos extraños al mundo en el que vivimos.

No somos más que humanos, pero tampoco somos menos que estrellas. No somos más que sociedades, pero tampoco somos menos que individuos.

No somos nada sin universo. No somos nada
                                               sino universo.